sábado, 2 de julio de 2011

Prólogo.

Podría decir que el álbum de su mente es como un torbellino de imágenes buenas y malas. Éstas últimas, pese a haberlas intentado olvidar a conciencia, se niegan rotundamente a desaparecer.
Eso es ella.
Un tornado de visiones, la mayoría alegres, otras que, imagina, no suelen cruzar la mente de una niña, son de las más tristes que se puedan llegar a sufrir.
De todo eso, tanto de sus vivencias buenas como de las malas, aprendió, antes de tiempo, a saber qué es lo que significa realmente la vida, y, en el otro extremo...la muerte.
Sabe apreciar su existencia y cree que el dolor la ha hecho madurar quizá antes de tiempo.
Así que, aunque la melancolía la inunde al recordar esos momentos, no puede hacer nada contra ello.
El ver a sus seres más queridos a las puertas de la muerte, el comprobar que cada día que pasa van enfermando más y más... ¿es justo para una niña de siete años?
¿Es justo?
Y mientras, todo el mundo: sus padres, sus abuelos, sus amigos creen que esa pobre niña no es consciente de lo que ocurre, de que su madre está muriéndose.
Creen que ella no sabe nada, se lo intentan ocultar.
Esconderle que hay algo que hiere a su madre desde dentro, que la asfixia, que la mata... un "algo" que, según esta niña ha escuchado decir a sus padres a hurtadillas, tiene el nombre de cáncer.
Ella, aún, en los primeros meses, no tiene ni idea de por qué su ser más amado se encuentra en cama, viendo pasar los días, largos, monótonos, interminables, tras unas descoloridas cortinas de tela.
Pero cuando sus padres se montan en coche y toda la familia llega a un lugar en el que se puede leer "Hospital", empieza a sospechar algo.
Y se entera.
Y llora.
Y sufre.
Y todas las noches, en silencio, para que los demás no la oigan, solloza enterrando su rostro bajo las almohadas, controlándose, guardando todo eso dentro de su pequeño e inocente corazón, y negándose a contarle a nadie todo lo que siente.
Y por la mañana, finge, aparentemente feliz, no saber nada. Intenta hacer oídos sordos a palabras como "quimioterapias", "radioterapias", "operación"...pero, al cabo de los meses, la niña aprende, madura, se hace fuerte, porque sabe que su madre saldrá adelante.
Que hay esperanza.
Siempre la hay.
* * *
A su madre le toca operarse hoy.
Pero su hija no llora.
No.
Piensa que todo va a salir bien.
Se la llevan a casa de su abuela. Va a visitar a su mamá todos los días, y le aprieta la mano, le da calor, le intenta transmitir su energía.
Pero tiene que dejarla.
Volver a casa.
Al cabo de las horas su padre llama: la operación ha salido bien. La chiquilla tiene ganas de reír, de saltar, de llorar de alegría, pero no: se lo guarda todo. Se conforma con decir "¡qué bien!". Arde en deseos de abrazar a su madre.
Regresa al médico, y la imagen de su madre, con bolsas de sangre alrededor, en la cama, pero con una sonrisa, y diciéndole que está bien, es, quizá, la más preciosa que su mente pueda elaborar.
* * *
Han pasado unas semanas.
Ya están en casa.
Todos.
La niña es feliz, pero nota que hay algo que no acaba de encajar. ¿Y su abuela?
¿Dónde está?
Su madre la lleva un día a verla, y lo que ve la deja horrorizada. Se mantiene tendida sobre su cama, y ha engordado se le nota, pero no de la forma habitual.
De la manera que se coge peso al tomar muchas medicinas. Las carnes de su cara, flácidas, forman ondas y arrugas.
Se la ve triste.
Su nieta lo sabe.
La mujer con más vitalidad a la que conocía, ahora yace sobre un colchón, como un peso inerte.
La niña le pregunta qué le pasa, pero no le responde. A su pocos años, se siente ignorada y sola.
Aún no comprende.
* * *
Pasan los días.
Su abuela va de mal en peor, y la pequeña regresa a sus habituales sollozos.
"¿Por qué a mí?", piensa.
Todas las noches le reza a Dios en busca de ayuda.
Pero no sabe que, haga lo que haga, el pacto está hecho.
La niña se hace mayor, y, aunque ama a su abuela con muchísima fuerza, cuando la visita sólo le da un beso.
La mira.
Nada más.
Todavía no conoce la otra cara de la historia.
Y ve cómo la llama de su vida se va consumiendo, desvaneciéndose, extinguiéndose hasta que, con un soplo de viento, se apague.
Y no hace nada.
Se mantiene así, expectante, como alguien que ve una película.
Con sentimiento de culpa. Nunca se perdonará no haberse despedido de ella.
Porque extraña a su abuela.
No la reconoce.
No le cabe en la cabeza que esa mujer tendida en la cama sea la misma que, hace poco, le cantaba, la arrullaba.
Pero no sabe que los seres que más quieres también mueren.
Está acostumbrada a vivir entre mimos, caricias y abrazos.
La vida no es así.
* * *
La han llevado otra vez a casa de los abuelos paternos.
¿Por qué?
Lo ignora.
Las tardes pasan, y escucha que su abuela Pepa, su estrella más brillante, está mal.
Muy mal.
Tiene cáncer en el cerebro.
Un día, está abajo, jugando, en el parque, cuando vienen sus padres, con ojos llorosos.
Todo lo que cuentan es irreal.
Imposible.
Terrorífico.
Apoya la cabeza en el regazo de su madre, con expresión ausente.
Sus párpados ya se han quedado sin lágrimas.
* * *
Amanece al día siguiente ronca, con el rostro húmedo, las mejillas arreboladas.
Surcos hechos por arañazos atraviesan la almohada.
Una lágrima transparente, cristalina, se desliza por su cara inocente.
Cierra los ojos.
Con fuerza.
Se mete el puño en la boca, para no llorar.
Va a desayunar tras haberse lavado.
Porque no quiere que la vean así. No desea que sufran más por su culpa.
Pero medias lunas rojas marcan sus dedos, tras habérselos mordido en vez de llorar.
* * *
Han pasado cinco años.
La niña ya tiene doce años, y quiere ser escritora.
Quiere contarle al mundo su historia, su tragedia.
Pero también sabe gozar de las cosas alegres.
Bonitas.
Las más sencillas.
Por las que, ha descubierto, merece la pena vivir.
Se ha enterado de lo que realmente ocurrió con su abuela, y por qué su madre se salvó.
Nunca imaginó que se pudiera pactar con Dios.
* * *
Es seis de agosto.
Está tocando el piano.
Lo hace en honor a un espíritu.
Todos los años recuerda este día.
Hoy murió su abuela.
Y ésta es su forma de darle las gracias.
Por su sacrificio de amor.
Por el pacto.
Se dirige a uno de los cajones de su cómoda.
Sabe perfectamente lo que está buscando.
Ahí está.
Escondido, entre las sombras, para que no lo pueda encontrar nadie, hay una especie de "cofre".
Es rosa, de un color que ella odia, porque se ha hecho gótica, y tiene grabados a unos cursis Mickey y Minnie Mouse.
Realmente es horrible.
Pero sabe lo que importa.
Coge una llave, bien escondida, y se prepara para hacerla girar en la cerradura.
Encaja a la primera.
Levanta la tapa, emocionada, y allí están.
En el fondo del cofre hay una pulsera plateada, de plástico, la clase de juguete que le gusta a una niña pequeña.
La saca, se la pone.
La observa con detenimiento.
Le parece hermosa.
Pero no en el sentido habitual.
Y ahora...
Queda un papel blanco, de rayas, hecho un redondel en el cofre. Lo despliega.
Sonríe al reconocer su fea y antigua letra.
Pero eso no es lo más importante; eso, no.
Mira debajo.
Hay un dibujo.
Una mujer, casi anciana, y una niña, de la mano.
Una lágrima cae al ver la dedicatoria, abajo: un "Te Quiero", enorme, en letras mayúsculas, infantiles.
Pero lo más hermoso está arriba: allí, casi ilegible, se puede ver: "Annie y Abuelita".
Rompe a llorar.
Es consciente de que no puede controlar sus sentimientos ahora.
Vuelve a guardar el papel y la pulsera en el cofre, no sin antes haberle dado un beso a la hoja, y la esconde.
Para que nadie la vea.
Para que nadie la encuentre.

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