Me despierto con una mueca de desagrado, como cada mañana.
Los rayos de un sol naciente se cuelan entre los barrotes blancos de la ventana de mi habitación, dorando mi piel.
He intentado lo mejor posible borrar lo acontecido la pasada noche, aunque sé que es una tarea incumplible.
Habrá que aguantarse.
Hoy hay colegio.
Es viernes, y al igual que siempre, me levanto, me visto, desayuno y me peino, pensando en el mismo tema que no cesa de dar vueltas en mi cabeza:
¿Y ahora qué?
La misión de eliminar por completo mi oscuro pasado me parece imposible. ¿Cómo rehacer mi vida?
¿Cómo fingir que soy alguien diferente a mí, alguien sin historia?
¿Cómo obligarme a sonreír ante un mundo que no ha hecho más que darme desgracias?
¿Cómo evitar llorar, y contenerme, y olvidarme de lo que soy?
¿Cómo abandonar hasta el fin de mis días al espíritu de mi abuela?
No.
Decididamente, no.
Voy a tener que hallar otro método para sobrevivir.
Mientras subimos las escaleras hacia mi clase, la profesora me confía las llaves para que abra el aula, a sabiendas de que he bajado la cabeza y he escondido mis manos tras la espalda al verla sujetar el llavero.
Odio abrir puertas.
Odio que todo el mundo me mire.
Odio ser el centro de atención.
Por eso visto de negro, para pasar despercibida, y, bueno, también para guardar un luto que ya no es necesario, por qué no admitirlo.
Le tiendo las llaves a Katherine, una extraña chica rubia que puede considerarse más o menos mi amiga dentro del colegio.
Al menos es la persona más parecida a mí que encontré.
Niega levemente con la cabeza, y suspiro, resignada. Me dedico a buscar la llave correcta que supuestamente ha de abrir la clase, cuando tropiezo con una mochila que algún descuidado ha dejado en medio del camino.
El llavero cae, pero no me estampo contra el suelo de milagro, porque Katherine me sujeta antes de decir con su típica voz irónica:
-Te ibas a caer.
-Es muy mala hora -le contesto.
-Cierto.
Me agacho con rapidez para coger las llaves, pero una mano desconocida se me adelanta, y lo sujeta con la punta de unos dedos finos.
-Graci.. -alcanzo a formular, antes de que me corte con un escueto <<de nada>>.
Frunzo el ceño, y levanto la vista para descubrir a la persona de tan bruscos modales.
Me encuentro con la mirada de un chico moreno, más o menos de mi estatura, con unos ojos verdes asombrosamente penetrantes. Dejo de mirarlo rápidamente, pues la intensidad de sus pupilas contrastadas me hace sentir intimidada, mas sin saber por qué. Analizo por encima al muchacho a su lado, que parece ser de su mismo curso. Los iris de éste son azules como el mar, y reflejan una pureza que me abre paso a su interior sin oponer resistencia. Su cabello dorado me recuerda bastante al de un león.
Ambos me observan como si fuera lo más extraño que hubieran visto en sus vidas (aunque, claro, puede que sea así), pero, mientras el primero hace intentos vanos en averiguar algo más de mí, lo noto por cómo ladea ligeramente la cabeza, el segundo sonríe como cuando uno se topa con algo fantástico.
Vaya, esto es nuevo.
Pero, cuando me doy cuenta, me veo envidiándolos; envidiándolos por ser normales, por la infantil serenidad de sus rostros, por el lazo invisible que delata su amistad, por poder mirar a la chica rara con un suave toque de incompresión.
Aunque, a quién voy a engañar, tampoco lo que quiero es ser tan ignorante.
Los rayos de un sol naciente se cuelan entre los barrotes blancos de la ventana de mi habitación, dorando mi piel.
He intentado lo mejor posible borrar lo acontecido la pasada noche, aunque sé que es una tarea incumplible.
Habrá que aguantarse.
Hoy hay colegio.
Es viernes, y al igual que siempre, me levanto, me visto, desayuno y me peino, pensando en el mismo tema que no cesa de dar vueltas en mi cabeza:
¿Y ahora qué?
La misión de eliminar por completo mi oscuro pasado me parece imposible. ¿Cómo rehacer mi vida?
¿Cómo fingir que soy alguien diferente a mí, alguien sin historia?
¿Cómo obligarme a sonreír ante un mundo que no ha hecho más que darme desgracias?
¿Cómo evitar llorar, y contenerme, y olvidarme de lo que soy?
¿Cómo abandonar hasta el fin de mis días al espíritu de mi abuela?
No.
Decididamente, no.
Voy a tener que hallar otro método para sobrevivir.
Mientras subimos las escaleras hacia mi clase, la profesora me confía las llaves para que abra el aula, a sabiendas de que he bajado la cabeza y he escondido mis manos tras la espalda al verla sujetar el llavero.
Odio abrir puertas.
Odio que todo el mundo me mire.
Odio ser el centro de atención.
Por eso visto de negro, para pasar despercibida, y, bueno, también para guardar un luto que ya no es necesario, por qué no admitirlo.
Le tiendo las llaves a Katherine, una extraña chica rubia que puede considerarse más o menos mi amiga dentro del colegio.
Al menos es la persona más parecida a mí que encontré.
Niega levemente con la cabeza, y suspiro, resignada. Me dedico a buscar la llave correcta que supuestamente ha de abrir la clase, cuando tropiezo con una mochila que algún descuidado ha dejado en medio del camino.
El llavero cae, pero no me estampo contra el suelo de milagro, porque Katherine me sujeta antes de decir con su típica voz irónica:
-Te ibas a caer.
-Es muy mala hora -le contesto.
-Cierto.
Me agacho con rapidez para coger las llaves, pero una mano desconocida se me adelanta, y lo sujeta con la punta de unos dedos finos.
-Graci.. -alcanzo a formular, antes de que me corte con un escueto <<de nada>>.
Frunzo el ceño, y levanto la vista para descubrir a la persona de tan bruscos modales.
Me encuentro con la mirada de un chico moreno, más o menos de mi estatura, con unos ojos verdes asombrosamente penetrantes. Dejo de mirarlo rápidamente, pues la intensidad de sus pupilas contrastadas me hace sentir intimidada, mas sin saber por qué. Analizo por encima al muchacho a su lado, que parece ser de su mismo curso. Los iris de éste son azules como el mar, y reflejan una pureza que me abre paso a su interior sin oponer resistencia. Su cabello dorado me recuerda bastante al de un león.
Ambos me observan como si fuera lo más extraño que hubieran visto en sus vidas (aunque, claro, puede que sea así), pero, mientras el primero hace intentos vanos en averiguar algo más de mí, lo noto por cómo ladea ligeramente la cabeza, el segundo sonríe como cuando uno se topa con algo fantástico.
Vaya, esto es nuevo.
Pero, cuando me doy cuenta, me veo envidiándolos; envidiándolos por ser normales, por la infantil serenidad de sus rostros, por el lazo invisible que delata su amistad, por poder mirar a la chica rara con un suave toque de incompresión.
Aunque, a quién voy a engañar, tampoco lo que quiero es ser tan ignorante.
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