Ocho y cuarto de la tarde.
Las Azaleas arde en fiestas.
Una panda de niños de preescolar da vueltas alrededor de sus padres, gritando a más no poder. Los jóvenes de menos de doce años se miran, cómplices, planeando ya subir a pedir caramelos. Las chicas de mi edad presumen, orgullosas, de sus vestidos, exhiben su maquillaje perfecto, mientras que los chicos las observan, sonrojados, en la lejanía.
Bueno, y ahí, en el centro, estoy yo.
Mi cabellera rubia ceniza se ondula con el viento de otoño, a la vez que Claire se muerde las uñas con nerviosismo.
-Anne... aquí no pintamos nada...
-¡Anda ya! ¿Por qué dices eso?
-Pues... porque estamos dentro de las Azaleas.
Levanto los ojos al cielo, consternada.
-¿Qué tengo que hacer para que veas que no son tan malos?
-Demostrar que no es verdad que Jane se dirige hacia nosotras.
Oh, vaya. Jane es una de nuestras odiosas vecinas, y apostaría cualquier cosa a que viene para...
-¿Qué hacéis aquí?
Lo sabía.
-Nos han invitado a la fiesta -contesto, porque Claire tiene pinta de estar traumatizada.
-¿Quién, si se puede saber?
-Tu amigo John.
Jane parece perpleja, mas contraataca. Es azaleña, qué se le va a hacer.
-¿A las dos? ¿O solo a ti?
Ya me temía que pasara esto, así que respondo con rapidez.
-A las dos.
No sé si esto es completamente verídico, porque John no me ha dado su permiso.
Bueno, siempre puedo decir que me lo inventé y me lo creí.
Jane se da la vuelta, mirando mis finos y altos tacones.
-La odio -me susurra Claire-. Si pudiera le...
Pero el resto de sus palabras se pierde, porque por la puerta del bloque número 5, en las Azaleas, salen dos novias cadáver, una niña del exorcista y un caballero sin cabeza.
Se me corta la respiración.
El "público" se apresura a tomar el mayor número de fotos al aterrador trío, que posa como aunténticos modelos.
Giro la cabeza automáticamente hacia mi amiga.
-¡Es él! -gesticulo con los labios.
-¿Cómo lo sabes?
No me veo capaz de responderle, simplemente lo sé.
Efectivamente, cuando el muchacho sin cabeza se despoja de parte de su disfraz, como todos los chicos, lo primero que asoman tras el cuello negro son sus graciosas orejas de soplillo.
Inspiro, intento calmarme.
No mirarlo.
Alejarme de él.
Mas sé que es imposible.
Que no puedo.
Y pensar que ayer, cuando volví, destrozada, a casa, golpeé con todas mis fuerzas la cama con mi llavero de colores.
Ahora, todo el odio es sustituido por una relajante sensación de dulzura y paz.
De veras, no hay quien me entienda.
La noche avanza.
La música resuena en mis oídos, los cuerpos moviéndose al compás de la melodía forman un torbellino de terciopelo negro.
Cada pocos segundos dirijo la vista hacia él, que siempre me devuelve una penetrante mirada cargada de algo que no puedo distinguir.
Y yo, tras diez años, sonrío de verdad.
Sonrío.
Junto a él.
Ya son las nueve y media, y las horas se han ido desgranando a gran velocidad. Nos han intentado echar de la fiesta a la fuerza, pero, por fortuna, no saben que tenemos... ciertos conocimientos acerca de las distintas entradas (y no tan entradas) a su bloque.
Ahora mismo me encuentro aterrizando "sigilosamente" en el suelo tras saltar la verja de entrada de los vehículos, con un variado conjunto de niños detrás. Claire se desespera, no entiende mi afán por jugar tan a pecho, y yo no me esfuerzo en explicarle nada, tampoco.
Pongo los dedos en el empedrado, ladeo la cabeza levemente a fin de dar la señal.
<<No hay moros en la costa>>.
El grupo sigue mis pasos.
Corro, sin tener en cuenta lo que puedan estar pensando ahora sobre mí, sin importarme lo mucho que estoy haciendo el ridículo, sintiéndome libre.
Feliz.
Me escondo tras una columna, en mis ojos brillando la chispa de la excitación infantil. Los tacones me molestan, el vestido se enreda entre mis piernas, la máscara da saltos sobre mi nariz.
Pero me da igual.
Las Azaleas arde en fiestas.
Una panda de niños de preescolar da vueltas alrededor de sus padres, gritando a más no poder. Los jóvenes de menos de doce años se miran, cómplices, planeando ya subir a pedir caramelos. Las chicas de mi edad presumen, orgullosas, de sus vestidos, exhiben su maquillaje perfecto, mientras que los chicos las observan, sonrojados, en la lejanía.
Bueno, y ahí, en el centro, estoy yo.
Mi cabellera rubia ceniza se ondula con el viento de otoño, a la vez que Claire se muerde las uñas con nerviosismo.
-Anne... aquí no pintamos nada...
-¡Anda ya! ¿Por qué dices eso?
-Pues... porque estamos dentro de las Azaleas.
Levanto los ojos al cielo, consternada.
-¿Qué tengo que hacer para que veas que no son tan malos?
-Demostrar que no es verdad que Jane se dirige hacia nosotras.
Oh, vaya. Jane es una de nuestras odiosas vecinas, y apostaría cualquier cosa a que viene para...
-¿Qué hacéis aquí?
Lo sabía.
-Nos han invitado a la fiesta -contesto, porque Claire tiene pinta de estar traumatizada.
-¿Quién, si se puede saber?
-Tu amigo John.
Jane parece perpleja, mas contraataca. Es azaleña, qué se le va a hacer.
-¿A las dos? ¿O solo a ti?
Ya me temía que pasara esto, así que respondo con rapidez.
-A las dos.
No sé si esto es completamente verídico, porque John no me ha dado su permiso.
Bueno, siempre puedo decir que me lo inventé y me lo creí.
Jane se da la vuelta, mirando mis finos y altos tacones.
-La odio -me susurra Claire-. Si pudiera le...
Pero el resto de sus palabras se pierde, porque por la puerta del bloque número 5, en las Azaleas, salen dos novias cadáver, una niña del exorcista y un caballero sin cabeza.
Se me corta la respiración.
El "público" se apresura a tomar el mayor número de fotos al aterrador trío, que posa como aunténticos modelos.
Giro la cabeza automáticamente hacia mi amiga.
-¡Es él! -gesticulo con los labios.
-¿Cómo lo sabes?
No me veo capaz de responderle, simplemente lo sé.
Efectivamente, cuando el muchacho sin cabeza se despoja de parte de su disfraz, como todos los chicos, lo primero que asoman tras el cuello negro son sus graciosas orejas de soplillo.
Inspiro, intento calmarme.
No mirarlo.
Alejarme de él.
Mas sé que es imposible.
Que no puedo.
Y pensar que ayer, cuando volví, destrozada, a casa, golpeé con todas mis fuerzas la cama con mi llavero de colores.
Ahora, todo el odio es sustituido por una relajante sensación de dulzura y paz.
De veras, no hay quien me entienda.
La noche avanza.
La música resuena en mis oídos, los cuerpos moviéndose al compás de la melodía forman un torbellino de terciopelo negro.
Cada pocos segundos dirijo la vista hacia él, que siempre me devuelve una penetrante mirada cargada de algo que no puedo distinguir.
Y yo, tras diez años, sonrío de verdad.
Sonrío.
Junto a él.
Ya son las nueve y media, y las horas se han ido desgranando a gran velocidad. Nos han intentado echar de la fiesta a la fuerza, pero, por fortuna, no saben que tenemos... ciertos conocimientos acerca de las distintas entradas (y no tan entradas) a su bloque.
Ahora mismo me encuentro aterrizando "sigilosamente" en el suelo tras saltar la verja de entrada de los vehículos, con un variado conjunto de niños detrás. Claire se desespera, no entiende mi afán por jugar tan a pecho, y yo no me esfuerzo en explicarle nada, tampoco.
Pongo los dedos en el empedrado, ladeo la cabeza levemente a fin de dar la señal.
<<No hay moros en la costa>>.
El grupo sigue mis pasos.
Corro, sin tener en cuenta lo que puedan estar pensando ahora sobre mí, sin importarme lo mucho que estoy haciendo el ridículo, sintiéndome libre.
Feliz.
Me escondo tras una columna, en mis ojos brillando la chispa de la excitación infantil. Los tacones me molestan, el vestido se enreda entre mis piernas, la máscara da saltos sobre mi nariz.
Pero me da igual.
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