Las clases finalizan tras seis horas y media de asignaturas de un viernes. Salgo del instituto, y, cómo no, Alice ya se encuentra esperándonos al otro lado del cruce junto al edificio, con la falda por encima de la mitad del muslo. Suelto un suspiro de exasperación.
Por cierto, se me olvidaba, Alice, mi queridísima cuñada, es totalmente diferente al curso pasado (¿o al anterior, quizá?). Ahora, con diecisiete años, camina por las calles sin cortarse un pelo a la hora de pintarse la cara. Sus pestañas lucen llenas de rímel, y sus mejillas sonrosadas están coloreadas con al menos un dedo de maquillaje. Su "provocativo" movimiento de caderas al andar hace que, otra vez, me detenga a pensar en lo absurdo del mundo, con niñas que desean crecer antes de lo natural.
No reconozco a mi amiga en la adolescente que se hace pasar por algo que no es, pero, sí, sigue siendo mi amiga.
-¡Ay, hola, Anne! -me chilla al oído en cuanto cruzo la calle.
Hace ademán de darme dos besos, pero la aparto de mí como si fuera una mosca molesta.
-Qué arisca, hija -me dice.
La ignoro.
Va saltando hacia las demás chicas de mi clase, con las que congenia mejor que yo, lo admito.
Si congeniar significa estampar besos en la boca, claro.
-Buenas, Katy -saluda a Katherine, haciendo lo propio en ella.
-Qué asco, pareces una babosa-lapa -exclama, limpiándose la saliva de sus pálidas mejillas.
Se dirige hacia Oliver Stewart y William Highlands. Este último me llama, diciendo:
-¡Ñu!
Sí, soy "ñu". Nadie sabe por qué, pero al chico le dio por bautizarme así a finales de primer curso.
Por supuesto, por ello le corresponde a él ser "bisonte".
Le sonrío.
Se puede decir que es mi mejor amigo en el instituto, así que ya ves. Es un poquito pesado, pero se aguanta, al fin y al cabo.
Alice, Mary (una amiga nuestra) y yo caminamos hacia casa, hablando de la ya cercana fiesta de Halloween, para la que falta solo una semana.
-¿Y qué os vais a poner? -pregunta Mary.
-Yo, un pantalón cortísimo negro, y una camisa negra que enseñe el ombligo. O sea, sexy, sexy -grita, orgullosa de sí misma.
-Pues... yo iré en plan mujer araña, con hilos negros por aquí y por allá, y con tela plateada rota cosida en las manoletinas -dice Mary, con los ojos brillantes -. ¿Y tú, Anne?
-Yo...no lo sé aún. Si no consigo nada para mañana, creo que llevaré el mismo traje que el año pasado.
Se quedan boquiabiertas.
-¿Cómo? ¿Tú, Anne Dyer, sin un vestido apropiado para Halloween? ¿Tú, la medio gótica que se pasa el día leyendo sobre vampiros? -grita Alice.
-Sí, yo -respondo automáticamente.
-Dios.
Esto es desesperante.
Mañana mismo he de ir a comprar un vestido, solo queda... un día.
Llego a casa, cansada de subir las escaleras corriendo para escapar de los labios de Alice.
-¡Hola! -saludo a mi madre, mi padre y mi hermano, que ya están sentados a la mesa.
-¿Qué tal ha ido el día?
-Bien. ¡Por cierto! No tengo disfraz para la fiesta -digo tristemente.
-¿Eso crees? -pregunta mi madre, y saca un paquete transparente de detrás de su espalda.
En él se esconde un vestido rojo con encajes negros y un cinturón del mismo color, y en la imagen de al lado una mujer posa con la mano derecha en la cadera.
-¡Oh, gracias! ¡Voy a probármelo!
Mamá sonríe, complacida.
A pesar de que las tripas me rugen, vuelo al cuarto de baño, enciendo las dos luces (es una costumbre que tengo, soy incapaz de entrar solo con una bombilla brillando) y me encierro.
Coloco el traje carmín sobre mí, y el cinturón se ajusta a mi cintura.
No es el mejor disfraz que he tenido, pero aún así me encanta.
Salgo de la habitación, y en la cama de mis padres me encuentro un hermoso vestido negro.
Es de terciopelo, y en la parte frontal se abre, dando paso a una tela rojiza sobre la cual hay encajes oscuros, cuidadosamente bordados en macabras espirales. Los ropajes se extienden hasta tocar el suelo cuando me lo pruebo por encima, y dos rajas verticales se abren en la falda, dejando que se entrevean las piernas de cualquiera. Me imagino al brillante cinturón ciñendo el traje a mí, pero no digo nada, porque yo ya tengo mi propia ropa.
-¡Qué bien te queda! -me elogia mi padre cuando entro en la salita.
-¡Gracias!
-Oye, mamá, lo que hay en la cama no es mío, ¿verdad? -digo.
-No, pero si lo quieres te lo puedes quedar, aunque creo que te queda un poco grande.
-Da igual, es tuyo, no hace falta...
-Anda, y ¡corre a probártelo!
Voy por el pasillo a mayor velocidad que antes, agarro el disfraz y me lo pruebo.
Me miro al espejo.
Parezco una enana vestida de mujer mayor.
Mis padres me observan, y opinan lo mismo que yo (bueno, quizá no con las mismas palabras).
Dejo mi deseo secreto en la colcha.
Suspiro, pero todavía cabe la esperanza de que crezca cinco centímetros de hoy a esta tarde.
Por cierto, se me olvidaba, Alice, mi queridísima cuñada, es totalmente diferente al curso pasado (¿o al anterior, quizá?). Ahora, con diecisiete años, camina por las calles sin cortarse un pelo a la hora de pintarse la cara. Sus pestañas lucen llenas de rímel, y sus mejillas sonrosadas están coloreadas con al menos un dedo de maquillaje. Su "provocativo" movimiento de caderas al andar hace que, otra vez, me detenga a pensar en lo absurdo del mundo, con niñas que desean crecer antes de lo natural.
No reconozco a mi amiga en la adolescente que se hace pasar por algo que no es, pero, sí, sigue siendo mi amiga.
-¡Ay, hola, Anne! -me chilla al oído en cuanto cruzo la calle.
Hace ademán de darme dos besos, pero la aparto de mí como si fuera una mosca molesta.
-Qué arisca, hija -me dice.
La ignoro.
Va saltando hacia las demás chicas de mi clase, con las que congenia mejor que yo, lo admito.
Si congeniar significa estampar besos en la boca, claro.
-Buenas, Katy -saluda a Katherine, haciendo lo propio en ella.
-Qué asco, pareces una babosa-lapa -exclama, limpiándose la saliva de sus pálidas mejillas.
Se dirige hacia Oliver Stewart y William Highlands. Este último me llama, diciendo:
-¡Ñu!
Sí, soy "ñu". Nadie sabe por qué, pero al chico le dio por bautizarme así a finales de primer curso.
Por supuesto, por ello le corresponde a él ser "bisonte".
Le sonrío.
Se puede decir que es mi mejor amigo en el instituto, así que ya ves. Es un poquito pesado, pero se aguanta, al fin y al cabo.
Alice, Mary (una amiga nuestra) y yo caminamos hacia casa, hablando de la ya cercana fiesta de Halloween, para la que falta solo una semana.
-¿Y qué os vais a poner? -pregunta Mary.
-Yo, un pantalón cortísimo negro, y una camisa negra que enseñe el ombligo. O sea, sexy, sexy -grita, orgullosa de sí misma.
-Pues... yo iré en plan mujer araña, con hilos negros por aquí y por allá, y con tela plateada rota cosida en las manoletinas -dice Mary, con los ojos brillantes -. ¿Y tú, Anne?
-Yo...no lo sé aún. Si no consigo nada para mañana, creo que llevaré el mismo traje que el año pasado.
Se quedan boquiabiertas.
-¿Cómo? ¿Tú, Anne Dyer, sin un vestido apropiado para Halloween? ¿Tú, la medio gótica que se pasa el día leyendo sobre vampiros? -grita Alice.
-Sí, yo -respondo automáticamente.
-Dios.
Esto es desesperante.
Mañana mismo he de ir a comprar un vestido, solo queda... un día.
Llego a casa, cansada de subir las escaleras corriendo para escapar de los labios de Alice.
-¡Hola! -saludo a mi madre, mi padre y mi hermano, que ya están sentados a la mesa.
-¿Qué tal ha ido el día?
-Bien. ¡Por cierto! No tengo disfraz para la fiesta -digo tristemente.
-¿Eso crees? -pregunta mi madre, y saca un paquete transparente de detrás de su espalda.
En él se esconde un vestido rojo con encajes negros y un cinturón del mismo color, y en la imagen de al lado una mujer posa con la mano derecha en la cadera.
-¡Oh, gracias! ¡Voy a probármelo!
Mamá sonríe, complacida.
A pesar de que las tripas me rugen, vuelo al cuarto de baño, enciendo las dos luces (es una costumbre que tengo, soy incapaz de entrar solo con una bombilla brillando) y me encierro.
Coloco el traje carmín sobre mí, y el cinturón se ajusta a mi cintura.
No es el mejor disfraz que he tenido, pero aún así me encanta.
Salgo de la habitación, y en la cama de mis padres me encuentro un hermoso vestido negro.
Es de terciopelo, y en la parte frontal se abre, dando paso a una tela rojiza sobre la cual hay encajes oscuros, cuidadosamente bordados en macabras espirales. Los ropajes se extienden hasta tocar el suelo cuando me lo pruebo por encima, y dos rajas verticales se abren en la falda, dejando que se entrevean las piernas de cualquiera. Me imagino al brillante cinturón ciñendo el traje a mí, pero no digo nada, porque yo ya tengo mi propia ropa.
-¡Qué bien te queda! -me elogia mi padre cuando entro en la salita.
-¡Gracias!
-Oye, mamá, lo que hay en la cama no es mío, ¿verdad? -digo.
-No, pero si lo quieres te lo puedes quedar, aunque creo que te queda un poco grande.
-Da igual, es tuyo, no hace falta...
-Anda, y ¡corre a probártelo!
Voy por el pasillo a mayor velocidad que antes, agarro el disfraz y me lo pruebo.
Me miro al espejo.
Parezco una enana vestida de mujer mayor.
Mis padres me observan, y opinan lo mismo que yo (bueno, quizá no con las mismas palabras).
Dejo mi deseo secreto en la colcha.
Suspiro, pero todavía cabe la esperanza de que crezca cinco centímetros de hoy a esta tarde.
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