Mis ojos se abren desmesuradamente. Me llevo la mano a la boca, incapaz de proferir sonido alguno.
Bajo mis ojos yace algo, algo oscuro que se agita, entre espasmos, retorciéndose sobre sí mismo.
O alguien.
Sus ojos vidriosos se desplazan, rápidos, por la habitación tenuemente iluminada con el resplandor de una lámpara situada junto a una austera estantería de madera.
Respiro agitadamente, el corazón latiéndome a un ritmo antinatural. Mis ropas ascienden, descienden, acompañando a mis seguidas pulsaciones.
La persona cesa de moverse.
Me agacho, poniéndome en cuclillas junto al desfalleciente muchacho a mi derecha.
Jack.
Sus manos permanecen agarrotadas sobre su pecho, una gélida caja encogida dentro de su alma. Su rostro, una máscara congelada en una mueca de terror cual espejo quebrado.
Cierro los ojos, con fuerza.
Me niego a creer lo que estoy viendo, a Jack tirado en el suelo, su tez empalidecida por el velo de la muerte, su pecho sin vida, sus hermosos ojos tornándose grises a una velocidad abrumadora.
No puede ser, no puede ser.
Es imposible.
Quizá así pueda ahuyentar a los fantasmas de mi pasado, de mi presente, de mi futuro.
Porque, diez años después, permanezco reacia a admitir que la gente a la que amo también muere.
Como todo el mundo.
Aprieto la mandíbula, los dientes rechinando, el pánico expandiéndose dentro de mí.
Realmente no sé absolutamente nada de remedios o medicina, pero por intentar salvar una vida especialmente importante no voy a perder nada.
Así que alzo mi mano, y la llevo a su muñeca izquierda, fría como el hielo. Trato inútilmente de tomarle el pulso, de sentir sus latidos, de notar el flujo de la sangre caliente recorriendo su cuerpo.
Nada.
Una opresión en el pecho se adueña de mí, fuerza a mi corazón a mermar su tamaño.
Pienso.
Pienso en cualquier cosa, en cualquier método que me ayude a recuperar a Jack.
Conduzco un vacilante dedo hacia su nariz, hacia su boca entreabierta.
No respira.
Me aparto de él.
Las lágrimas comienzan a anegar mis párpados. Los aprieto concienzudamente, intentando evitar que mis mejillas se humedezcan, que mi tez se vuelva gris otra vez, que me tenga que ocultar del monstruo del miedo que sigue acechando a la vuelta de la esquina.
Tratando de ignorar que Jack está muerto.
Mas mis esfuerzos son en vano, y rápidamente un río de lágrimas desciende sobre mi rostro sonrojado.
Y lloro, y lloro.
Lloro por alguien para quien nunca he significado nada, los sollozos se agolpan en mi garganta por una vida finalizada casi sin empezar.
Me cubro la cara con las manos, el antifaz veneciano se oscurece, el estúpido maquillaje que oculta mi ser desaparece, tiñendo mi rostro de lágrimas negras.
Abro los ojos de nuevo, pestañeando, creyendo que de esa manera conseguiré traer a Jack de vuelta a la vida.
Pero no.
Su cadáver sigue aquí, junto a mí, inerte en una distinguida posición.
Me obligo a parar de llorar.
No, eso no está bien.
Eso es de débiles.
Hay momentos en los que se nos ocurren las ideas más extrañas cuando realmente no debemos estar pensando en nada.
Lo último que se me hubiera tenido que pasar por la cabeza ahora mismo es lo primero que se me ha venido a la mente.
¿Y si...?
Apoyo la cabeza de Jack en mi hombro, acunándolo a medias como a un bebé.
Mis lágrimas caen sobre sus párpados marchitos, sobre sus verdes iris ahora cubiertos por una película blanca.
Bajo la mano hacia su rostro, lo acaricio, le cierro los ojos.
Es tan hermoso.
Tan inocentemente infantil.
Sonrío leve y nostálgicamente, me dejo caer junto a él.
Trazo una fina línea desde el nacimiento de su cabello hasta el hueco de su pálida clavícula.
Y lo beso.
Muy suavemente, casi un tímido roce, lo contrario a mis fantasías de cuento de hadas.
Sí, lo amo, o amaba, pero no deseo mentirme dándome falsas esperanzas.
El príncipe no despertará de su sueño eterno con el beso de una plebeya.
Suspiro.
Desde mi posición, trato de insuflarle aire en los pulmones, mientras mis puños golpean su pecho, decididos a no dejarle ir.
Por un instante, observo la escena desde fuera de mi cuerpo, como todos los fantasmas que giran a mi alrededor.
Una chica, obstinadamente desesperada en no permitir marchar en paz a un muchacho. Una y otra vez, una y otra vez, junta sus labios con los del joven en un ansioso boca a boca, le toma el pulso, zarandea su torso inerte.
Pero él no responde.
Y ella se odia a sí misma, al mundo, a su amado, por ser tan desconsiderado como para dejarla sola sin haberse despedido.
Pero, aún así, sus alargados dedos no cesan de recorrer la frente del difunto, su nariz, sus cejas, su boca.
Como queriendo conservar hasta el más vivo y último recuerdo de él.
Como deseando volver a sentir su presencia junto a ella.
Como tratando de evitar doblegarse a la dura realidad.
Llora en completo silencio, sus sollozos en soledad se cuelan por entre los labios entreabiertos del joven. Éstos se humedecen, nada más.
Nada más.
Ella frunce el ceño con una inusitada fuerza, aúlla, levantando la cabeza al cielo, clava sus puños en el pecho de él, que se convulsiona, pero no da señales de vida.
La muchacha se levanta poco a poco, se aparta del cadáver, se dispone a abandonar la estancia.
La puerta se cierra con un chasquido.
Avanza con lentitud por el pasillo, con andares pesarosos.
Se detiene a mitad de camino.
Se tira al frío suelo.
Deja que el miedo, la tristeza y la soledad se adueñen de ella.
Golpea el mármol con las dos manos, hasta que la sangre comienza a manar de ellas, araña su vestido, destrozándolo y convirtiéndolo en tiras oscuras.
Rotas.
Como ella.
Se estira en toda su longitud, extiende sus dedos, inspira.
Y entonces.
Un alarmante sonido procedente de la habitación llega a sus oídos.
Se levanta con rapidez, dejando atrás el terror a la sorpresa.
Empuja el pomo del dormitorio del joven, a la vez que introduce su cabeza por la abertura entre la puerta y la pared, por donde un halo de luz se refleja en su antifaz.
Al igual que una exhalación, se mete en el cuarto.
Lo que ve provoca que un suspiro salga de sus labios.
Él baja las manos al suelo, se apoya en ellas.
Se levanta hasta ponerse a la altura de la muchacha.
Ella cierra la puerta, la empuja con su espalda, impidiéndole salir.
Su respiración delata su nerviosismo, su júbilo, pero ella se afana en ocultarlos.
Al fin y al cabo, eso es lo que lleva haciendo toda una vida.
Jack tartamudea, en un estado de confusión mental.
-Q-qué... ¿qué estás haciendo aquí?
Vaya, para acabar de despertarse de la muerte no ha sido muy sutil, que digamos.
-Quiero decir... ¿qué ha pasado?
Ah, ahora sí. Los buenos modales son algo que no se olvida.
Le sonrío.
-Esperar a que te levantaras. Estás más guapo cuando duermes, ¿sabes? -le digo, cosa que jamás me habría atrevido a confesar en el instituto.
-¿Cómo?
-Tú sabrás. ¿Qué estabas tramando antes de que yo llegara?
Duda, la confusión aparece en sus facciones.
-Supongo que me habré dado un golpe en la cabeza.
Trato de averiguar si está mintiéndome, mas doy por hecho que no.
-Ahora, ¿me puedes decir a qué has venido?
Río.
-No -susurro-. Pero te dejaste la puerta abierta.
Me alejo, divertida, de él.
-¿Qué te pasa en los ojos? -pregunta.
-¿A mí? -me señalo.
-Son negros.
Me giro, buscando un espejo. Cuando lo encuentro, me devuelvo una mirada en la que mis pupilas aparecen enormemente dilatadas.
Dicen que eso es lo que ocurre cuando piensas o estás con alguien a quien amas.
-Lentillas.
-Nadie se pone lentillas negras.
-Entonces, yo no soy nadie.
Bufa.
-Eres muy diferente a tu personalidad en el instituto -me comenta-. Lo contrario, diría yo.
-Lo sé, te lo advertí, ¿recuerdas? Cuando te dije... -vacilo un segundo- lo que tú y yo sabemos.
-Creo que sólo lo sabes tú.
-No soy tan estúpida como para repetirlo.
-¿El qué? ¿Que te gusto?
Alzo una ceja, molesta.
-No dije esa palabra, precisamente. Es carente de todo significado.
-Es posible que tengas razón, Anne.
Me gusta cómo suena mi nombre dicho por él. Es como un breve suspiro, como un efímero instante en la vida, sin ningún significado trascendental.
-Es tarde. ¿Vas a volver a bajar?
-Sí, luego. Por cierto, el baño está al fondo, a la derecha.
Ladeo la cabeza, confusa.
-¿Quieres que te diga que me alegra saberlo?
-No, pero supongo que querrás limpiarte la cara antes de reunirte con los demás.
Llevo las manos a mi rostro, se humedecen.
Me sonrojo, pero respondo rápidamente.
-Lo mismo te digo, Jack.
Él repite mi gesto, mas no encuentra nada.
-No te entiendo.
-Los labios. Tus labios.
Bajo la mirada hacia ellos.
Mi corazón palpita con más fuerza cuando descubre el rastro de mi pintalabios rojo impreso en su boca.
Sus ojos se agrandan enormemente.
-¡Adiós! -le digo, corriendo por el pasillo.
-¡Eh! -grita.
Me alivio al escuchar la diversión en su voz.
Chillo, riendo en voz alta.
-¡No me pillas! -canturreo.
-¿Que no? -escucho una engreída respuesta a mi espalda.
Jack se abalanza contra mí, haciendo que caiga al mullido sofá de su salón. Él acaba encima de mí.
-Te cogí -susurra, triunfante.
Contengo la respiración, mis emociones casi me pueden.
-¿Estás nerviosa? -me pregunta.
Suspiro.
-No veo por qué.
-Yo sí.
Las manos de Jack, que hace segundos lo sujetaban, se aflojan, y él desciende, acercándose a mí.
Parpadeo.
-¿Segura?
-Sí, completamente.
-De acuerdo.
Baja su cabeza hasta mi oreja.
-¿Y ahora?
-No. No estoy alterada -musito.
-Entonces, ¿tienes miedo?
-¿De qué?
-De mí.
-Eso no tiene ningún sentido.
-Ciencia infusa. No lo has negado.
-Está bien, no te tengo miedo.
-¿Y por qué estás tan tensa cuando hago, por ejemplo, esto?
Deja una mano libre, que utiliza para conducirla a mis mejillas.
-Jack, para.
Suelta una carcajada, pero me obedece.
-¿Qué pasa?
-¿Por qué haces esto?
-Me he perdido, Anne.
Me incorporo, quedándome frente a él.
-Tú quieres a Rose.
-No, no la quiero.
Se me forma un nudo en la garganta.
-Deseabas besarla.
-Oh, ¿te lo ha contado?
Asiento.
-Es un capricho, nada más.
Me cruzo de brazos.
-Tu hermana me ha dicho que tenías una novia en la playa.
-Tenía. No sigas por ese camino.
-¿Por qué? ¿Acaso las ves a todas como un premio por el que competir?
-Tú eres un premio especialmente difícil de ganar.
Entorno los ojos.
-Eso es un prejuicio.
-Sí, lo sé.
-Crees que sabes más cosas de las que realmente sabes.
-Puede.
La situación se vuelve incómoda, miro el reloj.
-Son las doce.
-¿Te vas?
-Sí, y no me voy a dejar un zapatito de cristal en tu casa.
-No lo permitiría, tendría que responder a un interrogatorio por parte de mi familia.
Alzo los ojos al cielo.
-Por cierto, aquí no ha pasado nada.
-¿Nada?
-En el instituto, nadie va a saber lo que ha ocurrido.
-¿Y qué ha ocurrido?
-Bien, veo que te has enterado de lo que quería decir. Buenas noches -me levanto del sofá y abro la puerta para irme.
-La fiesta aún no ha acabado. ¿No te vas a quedar?
-Bueno... de acuerdo. Pero sólo un rato más. Y voy a bajar las escaleras sola. Tus vecinos son unos cotillas.
-Anne.
Me giro, de cara a él.
-¿Cómo me has encontrado antes de despertarme?
-Pues... he subido a tu casa.
-No me refiero a eso. Quiero decir, ¿en qué estado?
Miro hacia otro lado, angustiada.
-Dormido.
-No dices la verdad.
-¿Tú crees?
-Sí. Estoy seguro.
Me muerdo el labio inferior, con fuerza, extremadamente nerviosa.
-Hace falta conocerme más de un día para adivinar cuándo finjo -respondo, cambiando radicalmente de tema.
-Anne, necesito una respuesta.
-¿Necesitas?
-Es urgente. Por favor.
Clavo mis ojos en los suyos, reacia a desvelar la verdad.
-Estabas tirado en el suelo... según tú, por un golpe en la cabeza.
Me observa con una preocupada intensidad, asintiendo.
-¿Qué más?
-Eso es todo. La próxima vez ten más cuidado. Así se crean tumores, sé de lo que hablo.
Chasquea la lengua, frustrado.
-Está bien -sonríe, pero detecto un temblor familiar en la comisura derecha que delata la mentira.
-Jack, ¿qué pasa?
Cesa de esforzarse en agradarme, y coge aire.
-¿Qué iba a pasar? Anda, ve abajo y disfruta de la fiesta. Yo te sigo en un minuto.
Cierra la puerta tras de mí, dejándome junto a muchas más dudas que me afano en ignorar.
Bajo mis ojos yace algo, algo oscuro que se agita, entre espasmos, retorciéndose sobre sí mismo.
O alguien.
Sus ojos vidriosos se desplazan, rápidos, por la habitación tenuemente iluminada con el resplandor de una lámpara situada junto a una austera estantería de madera.
Respiro agitadamente, el corazón latiéndome a un ritmo antinatural. Mis ropas ascienden, descienden, acompañando a mis seguidas pulsaciones.
La persona cesa de moverse.
Me agacho, poniéndome en cuclillas junto al desfalleciente muchacho a mi derecha.
Jack.
Sus manos permanecen agarrotadas sobre su pecho, una gélida caja encogida dentro de su alma. Su rostro, una máscara congelada en una mueca de terror cual espejo quebrado.
Cierro los ojos, con fuerza.
Me niego a creer lo que estoy viendo, a Jack tirado en el suelo, su tez empalidecida por el velo de la muerte, su pecho sin vida, sus hermosos ojos tornándose grises a una velocidad abrumadora.
No puede ser, no puede ser.
Es imposible.
Quizá así pueda ahuyentar a los fantasmas de mi pasado, de mi presente, de mi futuro.
Porque, diez años después, permanezco reacia a admitir que la gente a la que amo también muere.
Como todo el mundo.
Aprieto la mandíbula, los dientes rechinando, el pánico expandiéndose dentro de mí.
Realmente no sé absolutamente nada de remedios o medicina, pero por intentar salvar una vida especialmente importante no voy a perder nada.
Así que alzo mi mano, y la llevo a su muñeca izquierda, fría como el hielo. Trato inútilmente de tomarle el pulso, de sentir sus latidos, de notar el flujo de la sangre caliente recorriendo su cuerpo.
Nada.
Una opresión en el pecho se adueña de mí, fuerza a mi corazón a mermar su tamaño.
Pienso.
Pienso en cualquier cosa, en cualquier método que me ayude a recuperar a Jack.
Conduzco un vacilante dedo hacia su nariz, hacia su boca entreabierta.
No respira.
Me aparto de él.
Las lágrimas comienzan a anegar mis párpados. Los aprieto concienzudamente, intentando evitar que mis mejillas se humedezcan, que mi tez se vuelva gris otra vez, que me tenga que ocultar del monstruo del miedo que sigue acechando a la vuelta de la esquina.
Tratando de ignorar que Jack está muerto.
Mas mis esfuerzos son en vano, y rápidamente un río de lágrimas desciende sobre mi rostro sonrojado.
Y lloro, y lloro.
Lloro por alguien para quien nunca he significado nada, los sollozos se agolpan en mi garganta por una vida finalizada casi sin empezar.
Me cubro la cara con las manos, el antifaz veneciano se oscurece, el estúpido maquillaje que oculta mi ser desaparece, tiñendo mi rostro de lágrimas negras.
Abro los ojos de nuevo, pestañeando, creyendo que de esa manera conseguiré traer a Jack de vuelta a la vida.
Pero no.
Su cadáver sigue aquí, junto a mí, inerte en una distinguida posición.
Me obligo a parar de llorar.
No, eso no está bien.
Eso es de débiles.
Hay momentos en los que se nos ocurren las ideas más extrañas cuando realmente no debemos estar pensando en nada.
Lo último que se me hubiera tenido que pasar por la cabeza ahora mismo es lo primero que se me ha venido a la mente.
¿Y si...?
Apoyo la cabeza de Jack en mi hombro, acunándolo a medias como a un bebé.
Mis lágrimas caen sobre sus párpados marchitos, sobre sus verdes iris ahora cubiertos por una película blanca.
Bajo la mano hacia su rostro, lo acaricio, le cierro los ojos.
Es tan hermoso.
Tan inocentemente infantil.
Sonrío leve y nostálgicamente, me dejo caer junto a él.
Trazo una fina línea desde el nacimiento de su cabello hasta el hueco de su pálida clavícula.
Y lo beso.
Muy suavemente, casi un tímido roce, lo contrario a mis fantasías de cuento de hadas.
Sí, lo amo, o amaba, pero no deseo mentirme dándome falsas esperanzas.
El príncipe no despertará de su sueño eterno con el beso de una plebeya.
Suspiro.
Desde mi posición, trato de insuflarle aire en los pulmones, mientras mis puños golpean su pecho, decididos a no dejarle ir.
Por un instante, observo la escena desde fuera de mi cuerpo, como todos los fantasmas que giran a mi alrededor.
Una chica, obstinadamente desesperada en no permitir marchar en paz a un muchacho. Una y otra vez, una y otra vez, junta sus labios con los del joven en un ansioso boca a boca, le toma el pulso, zarandea su torso inerte.
Pero él no responde.
Y ella se odia a sí misma, al mundo, a su amado, por ser tan desconsiderado como para dejarla sola sin haberse despedido.
Pero, aún así, sus alargados dedos no cesan de recorrer la frente del difunto, su nariz, sus cejas, su boca.
Como queriendo conservar hasta el más vivo y último recuerdo de él.
Como deseando volver a sentir su presencia junto a ella.
Como tratando de evitar doblegarse a la dura realidad.
Llora en completo silencio, sus sollozos en soledad se cuelan por entre los labios entreabiertos del joven. Éstos se humedecen, nada más.
Nada más.
Ella frunce el ceño con una inusitada fuerza, aúlla, levantando la cabeza al cielo, clava sus puños en el pecho de él, que se convulsiona, pero no da señales de vida.
La muchacha se levanta poco a poco, se aparta del cadáver, se dispone a abandonar la estancia.
La puerta se cierra con un chasquido.
Avanza con lentitud por el pasillo, con andares pesarosos.
Se detiene a mitad de camino.
Se tira al frío suelo.
Deja que el miedo, la tristeza y la soledad se adueñen de ella.
Golpea el mármol con las dos manos, hasta que la sangre comienza a manar de ellas, araña su vestido, destrozándolo y convirtiéndolo en tiras oscuras.
Rotas.
Como ella.
Se estira en toda su longitud, extiende sus dedos, inspira.
Y entonces.
Un alarmante sonido procedente de la habitación llega a sus oídos.
Se levanta con rapidez, dejando atrás el terror a la sorpresa.
Empuja el pomo del dormitorio del joven, a la vez que introduce su cabeza por la abertura entre la puerta y la pared, por donde un halo de luz se refleja en su antifaz.
Al igual que una exhalación, se mete en el cuarto.
Lo que ve provoca que un suspiro salga de sus labios.
Él baja las manos al suelo, se apoya en ellas.
Se levanta hasta ponerse a la altura de la muchacha.
Ella cierra la puerta, la empuja con su espalda, impidiéndole salir.
Su respiración delata su nerviosismo, su júbilo, pero ella se afana en ocultarlos.
Al fin y al cabo, eso es lo que lleva haciendo toda una vida.
Jack tartamudea, en un estado de confusión mental.
-Q-qué... ¿qué estás haciendo aquí?
Vaya, para acabar de despertarse de la muerte no ha sido muy sutil, que digamos.
-Quiero decir... ¿qué ha pasado?
Ah, ahora sí. Los buenos modales son algo que no se olvida.
Le sonrío.
-Esperar a que te levantaras. Estás más guapo cuando duermes, ¿sabes? -le digo, cosa que jamás me habría atrevido a confesar en el instituto.
-¿Cómo?
-Tú sabrás. ¿Qué estabas tramando antes de que yo llegara?
Duda, la confusión aparece en sus facciones.
-Supongo que me habré dado un golpe en la cabeza.
Trato de averiguar si está mintiéndome, mas doy por hecho que no.
-Ahora, ¿me puedes decir a qué has venido?
Río.
-No -susurro-. Pero te dejaste la puerta abierta.
Me alejo, divertida, de él.
-¿Qué te pasa en los ojos? -pregunta.
-¿A mí? -me señalo.
-Son negros.
Me giro, buscando un espejo. Cuando lo encuentro, me devuelvo una mirada en la que mis pupilas aparecen enormemente dilatadas.
Dicen que eso es lo que ocurre cuando piensas o estás con alguien a quien amas.
-Lentillas.
-Nadie se pone lentillas negras.
-Entonces, yo no soy nadie.
Bufa.
-Eres muy diferente a tu personalidad en el instituto -me comenta-. Lo contrario, diría yo.
-Lo sé, te lo advertí, ¿recuerdas? Cuando te dije... -vacilo un segundo- lo que tú y yo sabemos.
-Creo que sólo lo sabes tú.
-No soy tan estúpida como para repetirlo.
-¿El qué? ¿Que te gusto?
Alzo una ceja, molesta.
-No dije esa palabra, precisamente. Es carente de todo significado.
-Es posible que tengas razón, Anne.
Me gusta cómo suena mi nombre dicho por él. Es como un breve suspiro, como un efímero instante en la vida, sin ningún significado trascendental.
-Es tarde. ¿Vas a volver a bajar?
-Sí, luego. Por cierto, el baño está al fondo, a la derecha.
Ladeo la cabeza, confusa.
-¿Quieres que te diga que me alegra saberlo?
-No, pero supongo que querrás limpiarte la cara antes de reunirte con los demás.
Llevo las manos a mi rostro, se humedecen.
Me sonrojo, pero respondo rápidamente.
-Lo mismo te digo, Jack.
Él repite mi gesto, mas no encuentra nada.
-No te entiendo.
-Los labios. Tus labios.
Bajo la mirada hacia ellos.
Mi corazón palpita con más fuerza cuando descubre el rastro de mi pintalabios rojo impreso en su boca.
Sus ojos se agrandan enormemente.
-¡Adiós! -le digo, corriendo por el pasillo.
-¡Eh! -grita.
Me alivio al escuchar la diversión en su voz.
Chillo, riendo en voz alta.
-¡No me pillas! -canturreo.
-¿Que no? -escucho una engreída respuesta a mi espalda.
Jack se abalanza contra mí, haciendo que caiga al mullido sofá de su salón. Él acaba encima de mí.
-Te cogí -susurra, triunfante.
Contengo la respiración, mis emociones casi me pueden.
-¿Estás nerviosa? -me pregunta.
Suspiro.
-No veo por qué.
-Yo sí.
Las manos de Jack, que hace segundos lo sujetaban, se aflojan, y él desciende, acercándose a mí.
Parpadeo.
-¿Segura?
-Sí, completamente.
-De acuerdo.
Baja su cabeza hasta mi oreja.
-¿Y ahora?
-No. No estoy alterada -musito.
-Entonces, ¿tienes miedo?
-¿De qué?
-De mí.
-Eso no tiene ningún sentido.
-Ciencia infusa. No lo has negado.
-Está bien, no te tengo miedo.
-¿Y por qué estás tan tensa cuando hago, por ejemplo, esto?
Deja una mano libre, que utiliza para conducirla a mis mejillas.
-Jack, para.
Suelta una carcajada, pero me obedece.
-¿Qué pasa?
-¿Por qué haces esto?
-Me he perdido, Anne.
Me incorporo, quedándome frente a él.
-Tú quieres a Rose.
-No, no la quiero.
Se me forma un nudo en la garganta.
-Deseabas besarla.
-Oh, ¿te lo ha contado?
Asiento.
-Es un capricho, nada más.
Me cruzo de brazos.
-Tu hermana me ha dicho que tenías una novia en la playa.
-Tenía. No sigas por ese camino.
-¿Por qué? ¿Acaso las ves a todas como un premio por el que competir?
-Tú eres un premio especialmente difícil de ganar.
Entorno los ojos.
-Eso es un prejuicio.
-Sí, lo sé.
-Crees que sabes más cosas de las que realmente sabes.
-Puede.
La situación se vuelve incómoda, miro el reloj.
-Son las doce.
-¿Te vas?
-Sí, y no me voy a dejar un zapatito de cristal en tu casa.
-No lo permitiría, tendría que responder a un interrogatorio por parte de mi familia.
Alzo los ojos al cielo.
-Por cierto, aquí no ha pasado nada.
-¿Nada?
-En el instituto, nadie va a saber lo que ha ocurrido.
-¿Y qué ha ocurrido?
-Bien, veo que te has enterado de lo que quería decir. Buenas noches -me levanto del sofá y abro la puerta para irme.
-La fiesta aún no ha acabado. ¿No te vas a quedar?
-Bueno... de acuerdo. Pero sólo un rato más. Y voy a bajar las escaleras sola. Tus vecinos son unos cotillas.
-Anne.
Me giro, de cara a él.
-¿Cómo me has encontrado antes de despertarme?
-Pues... he subido a tu casa.
-No me refiero a eso. Quiero decir, ¿en qué estado?
Miro hacia otro lado, angustiada.
-Dormido.
-No dices la verdad.
-¿Tú crees?
-Sí. Estoy seguro.
Me muerdo el labio inferior, con fuerza, extremadamente nerviosa.
-Hace falta conocerme más de un día para adivinar cuándo finjo -respondo, cambiando radicalmente de tema.
-Anne, necesito una respuesta.
-¿Necesitas?
-Es urgente. Por favor.
Clavo mis ojos en los suyos, reacia a desvelar la verdad.
-Estabas tirado en el suelo... según tú, por un golpe en la cabeza.
Me observa con una preocupada intensidad, asintiendo.
-¿Qué más?
-Eso es todo. La próxima vez ten más cuidado. Así se crean tumores, sé de lo que hablo.
Chasquea la lengua, frustrado.
-Está bien -sonríe, pero detecto un temblor familiar en la comisura derecha que delata la mentira.
-Jack, ¿qué pasa?
Cesa de esforzarse en agradarme, y coge aire.
-¿Qué iba a pasar? Anda, ve abajo y disfruta de la fiesta. Yo te sigo en un minuto.
Cierra la puerta tras de mí, dejándome junto a muchas más dudas que me afano en ignorar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario